El ocaso de Occidente: el cristianismo en el origen de Europa
Tú eres Pedro y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia;
y las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella (Mateo 16,18)
Mal que les pese a muchos, Europa
(que nace en realidad tras la caída del Imperio Romano) fue fundada por la Iglesia de Cristo, siendo los monjes su
principal fuerza fundadora, es decir los que pusieron sus fundamentos, que eso
es fundar.
Hoy, a principios del
siglo XXI, estamos asistiendo al ocaso de ese Occidente cristiano que se
expandió mayoritariamente en América y en Oceanía, y en menor medida en los
demás continentes. El resquebrajamiento del edificio es ya bien patente en su
cúpula: es la señal más evidente de que flaquean los cimientos. Siendo
cristianos los cimientos de Europa, es evidente que a medida que se debilita el
poderoso cohesionador cristiano que les da consistencia, éstos ceden y ponen en
riesgo la estabilidad de todo el edificio.
El cristianismo, gestionado por el
monacato, la clerecía y toda la estructura jerárquica de la Iglesia hasta
llegar a su cúpula, ha sido la argamasa que ha mantenido unidas las diversas
piezas, tanto doctrinales como políticas y sociales de que está formada Europa.
Y si sus potentes elementos estructurales están afectados de aluminosis, su
ruina material está cantada. Quiero decir que si no le hubiese fallado la
Iglesia a Europa, ésta no estaría acercándose fatídicamente a su ocaso. El
primer capítulo del ocaso de Europa es pues el declive social de la Iglesia.
Repito: la ruina de Europa empieza con la crisis de la Iglesia. Éste es el
presagio más evidente de que Europa se
precipita hacia su total aniquilación. Así que si finalmente se consumase
el debilitamiento de la Iglesia católica, el de Europa sería inevitable. Sería
su consecuencia y nunca al revés.
Siendo tan larga la
historia de esta institución humano-divina y habiendo sido tantas y tan graves
las zozobras que la han sacudido, no nos queda más remedio que confiar en que Dios Todopoderoso se ocupará de su Iglesia
y la salvará una vez más, como salvó incansablemente al pueblo de Israel
cuando lo sacó de Egipto para convertirlo en el Pueblo de Dios. Y eso a pesar
de sus reiteradas infidelidades.
Más nos vale
contemplar la historia de la Iglesia en su conjunto, para mantener viva la
esperanza: la Iglesia Católica es de
Cristo y su Espíritu la defiende. Es evidente que el problema que tiene hoy
postrada y humillada a la Iglesia es de enorme magnitud: porque afecta a la
cabeza, es decir a su jerarquía. Pero aunque los abscesos más purulentos se
encuentran muchas veces en aquellos que tienen mayor responsabilidad, la larga
historia de la Iglesia nos anticipa que no hemos de temer por ella. Se curará y
volverá a brillar resplandeciente.
El llamado Cisma de Occidente, la
debilidad e incluso la enfermedad de la cabeza de la Iglesia se hizo más
patente que nunca. Y es que el interés por estudiar el pasado es por la sombra
que proyecta sobre nuestro presente.
En aquel momento la
crisis buscó su solución en un cisma
cada vez más alambicado (hasta tres cabezas hubo); pero finalmente volvieron
las aguas a su cauce y el cisma se resolvió. El cisma no fue causa, sino efecto.
Aunque los males raramente se producen de súbito, sino que se van cociendo
a fuego lento, deberíamos colocar el chispazo que da inicio a ese gran cisma,
en el tremendo choque de trenes entre Felipe
IV (“El Hermoso”) de Francia y el papa Bonifacio
VIII con ocasión del imponente jubileo de 1300, en que la masiva afluencia
de peregrinos puso de manifiesto el
enorme poder de la Iglesia. El papa Bonifacio creyó que podía someter el poder
temporal (el del rey) al poder eclesiástico (el del papa). O al menos
arbitrarlo.
Ahí empieza la lucha
de Felipe IV para hacerse con el papado: lo consigue maniobrando para hacerse
con la mayoría de cardenales electores: la fórmula fue aumentar el colegio
cardenalicio con cardenales franceses de manera que éstos fuesen poco a poco
mayoría; de ese modo la elección papal recaía en un cardenal francés. Lo
siguiente fue llevarse la Santa Sede a Francia (Aviñón) durante 70 años.
Obviamente los papas de Aviñón están
sometidos a la voluntad del rey de Francia. Y la Santa Sede no se libra de ese
sometimiento hasta que en 1377 -a trancas y barrancas- vuelve el papa (Gregorio
XI) a Roma. A su muerte, el tumultuoso cónclave en el que se elige a Bartolomeo Prignano - Urbano VI- como nuevo Papa. Luego, los cardenales que huyen
discretamente de Roma y en Agnani declaran que la elección de Urbano VI es
inválida a causa de la violenta presión
del pueblo romano. Con la elección de Clemente VII, que se traslada de nuevo a
Aviñón, se consumará el cisma.
Y vendrá el Concilio de Pisa que, con la intención
de solucionar el cisma, reúne a los cardenales disidentes de las dos
obediencias, los cuales deponen a los dos existentes y eligen a un tercero:
Alejandro V y luego su sucesor Juan XXIII. A pesar de todo, aún quedará el
fleco de Benedicto XIII, el Papa Luna, sucesor de Clemente VII de
Aviñón, que es depuesto en 1417 por el Concilio
de Constanza convocado no por un
Papa, sino por el emperador alemán Segismundo. Sin embargo, Benedicto se
mantendrá en sus XIII, en Peñíscola, y allí morirá 6 años más tarde, en 1423, a
los 96 años, sin haber abdicado. No así los papas
de Roma y de Pisa, que renuncian para
elegir en Constanza a Martin V.
Hay una diferencia
esencial entre esa enorme crisis de la Iglesia y la actual. En todo el siglo XIV y principios del XV en que se desarrolla y finalmente se resuelve el cisma,
el poder temporal aceptaba sin rechistar
el poder moral (doctrinal) de la Iglesia, porque lo consideraba un
patrimonio común e irrenunciable de todos los reinos y principados de Europa.
Ése era el aglutinante de Europa (hoy diríamos de Occidente): Un solo Señor, una sola fe, un solo
bautismo, un solo Dios y Padre. Y obviamente, una sola Iglesia, una sola
moral. El bien y el mal no admitían
discusión. Lo que sí estaba siempre en jaque era el equilibrio del poder. Y la Iglesia, además de administrar el legado
moral de toda Europa, participaba de manera muy activa en las tensiones del
poder.
Pero hoy la crisis de
la Iglesia tiene caracteres mucho más agudos e inquietantes, porque se ha
dejado arrebatar la influencia espiritual y moral, en la que ha entrado el poder político como elefante en
cacharrería. Hasta la Revolución
francesa (precedida por la Ilustración), no había más moral que la moral
cristiana, administrada por las diversas iglesias (ya se había roto la unidad).
Toda la cristiandad (es decir todo Occidente) compartía los conceptos del bien
y el mal: nadie los ponía en cuestión. Y los principios en que se sostenían,
tenían un carácter tan absoluto, que la
Iglesia se sentía con pleno derecho ¡y obligación! de extender su doctrina por
todo el mundo (exactamente lo que ocurre hoy con la democracia, que es tratada como valor absoluto). De ahí la gran
gesta evangelizadora del cristianismo, que dio en ocasiones cobertura de
legitimidad hasta a las invasiones y colonizaciones. ¡Y hoy son sus enemigos
los que presumen de superioridad moral!
La revolución de las
ideas y de los principios protagonizada por la Ilustración subvirtió el sistema de valores y creencias de un mundo
que fue capaz de mantenerse en pie sobre el sistema estamental (el llamado Antiguo Régimen,
con todas sus taras), como antes se había mantenido sobre el sistema esclavista romano. Si estos dos
sistemas (no tan ajenos a nosotros como queremos creer) no fuesen parte de la
cimentación de Europa, ésta no sería lo que es: que bien profunda e imborrable
lleva su marca. Y si no formase también parte esencialísima de su cimentación
el cristianismo, que vino a corregir los tremendos problemas de esos dos
regímenes, Europa no sería lo que es. ¡Ni de lejos!
Es evidente que Europa no puede ser la
misma (y muy probable que ni siquiera pueda ser) si se empeña en renegar de los cimientos sobre los que se fundó y
cambiarlos desde su misma base, haciendo descansar toda su edificación sobre la
ciénaga inmoral en que se está revolcando. Tan pesada construcción,
resquebrajada por tantos sitios, se vendrá abajo irremisiblemente.
¿Y a qué aspira hoy la
comunidad eclesial, durante tantos siglos faro de Europa? En estos momentos
existe una fuerte tensión, promovida
justamente desde altísimas instancias, que parece intentar arrastrar a la
Iglesia Católica hacia los dogmas del mundo, hacia doctrinas opuestas
frontalmente a las de su mensaje evangélico que, desde su fundación, la
tradición eclesial ha transmitido con sufrida fidelidad. Algunos se han
empeñado en parecerse al mundo, mimetizarse en él, acogerse a su aprobación y a
sus elogios y en obtener de lo
políticamente correcto, la legitimidad moral que creen haber perdido. Una
auténtica subversión pues de los valores del Evangelio.
Muchos se han empeñado en modernizarse
y democratizarse, sometiéndose a la
voluntad de las mayorías. Han decidido nada menos que supeditar los Diez Mandamientos a votación y competir por la superioridad
moral con la izquierda.
A partir de ahí,
cualquier chiquilicuatre se metió a
teólogo, moralista e innovador del catolicismo, siguiendo siempre las sendas
marcadas por el mundo.
También en el siglo
XIV se vivía una enorme ansia de mundanización de la Iglesia:
Cardenales y obispos asimilados a influyentes políticos, ingentes cantidades de
dinero que acababan corrompiendo a sus eclesiásticos administradores... Así,
poco a poco, se relajaron las conciencias a la par que la liturgia, con lo que
ya no había manera de reconocer a los nuevos eclesiásticos en los antiguos.
Hasta llegar al día de hoy, en que algún
obispo reivindica para sus sacerdotes el
derecho a la libre expresión de su sexualidad (tanto hetero como
homosexual) como milagrosa receta para poner freno a los delitos de pederastia de los clérigos: el peor
estigma que sufre hoy la Iglesia (que no es, ni de lejos, la institución que en
paridad de condiciones, tiene más casos de pederastia). Es el mundo el que ha condenado a la Iglesia a llevar el sambenito
de pederasta; el mismo mundo que deja pasar sin condena escándalos de pederastia
mucho peores. Pero como es el mundo el que se ha erigido en juez…
Para poder comparar la
actual crisis de la Iglesia con la de Aviñón, únicamente falta que las
diferentes tensiones doctrinales de hoy día (al fin y al cabo conductuales
¡sexuales!) cristalicen, como cristalizaron en Aviñón las tensiones de poder.
Algo que podría ocurrir: porque la cuerda se está tensando por ambos extremos
con una fuerza totalmente capaz de romperla. Y tal como están las cosas, quizá
sería la amputación de los miembros corrompidos, por muchos que éstos sean, lo
único que puede renovar a la Iglesia. Con el enorme consuelo de que salvándose
la Iglesia, podría salvarse Europa.
Custodio Ballester Bielsa, pbro.
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