miércoles, 6 de septiembre de 2017

MANIFIESTO ECOLÓGICO. Francisco, Papa.

EL CUIDADO DE LA CREACIÓN. MANIFIESTO ECOLÓGICO.
USEMOS MISERICORDIA CON NUESTRA CASA COMÚN.

INTRODUCCIÓN. LA VOZ DEL PAPA
Esta encíclica o “carta circular” del Papa Francisco (Laudato si), firmada el 24.05.2012 y presentada públicamente el 18.06.2015, comienza con las palabras italianas del Cántico de las Creaturas de Francisco de Asís: “Laudato si’… (Alabado seas, mi Señor) y se sitúa en la línea de su exhortación “Evangelii Gaudium” (El gozo del Evangelio, 2013). Ella ha vuelto a sorprender y a despertar la conciencia de cientos millones de cristianos, y también de no cristianos, por la fuerza y frescura de su mensaje ético, al servicio de una humanidad y de una tierra que se encuentra amenazada por el riesgo creciente de una muerte cósmica.
Ese riesgo de muerte ecológica, que puede sumarse al riesgo de muerte atómica, genética y social, no es algo que se encuentre inmensamente lejos (como formulab por la 2ª Ley de la Termodinámica, sobre la degradación de la energía), sino muy cerca, pues puede producirse en pocos siglos (algunos hablan de decenios), si seguimos impulsando la loca aventura de una modernidad, empeñada en su progreso insolidario, “gastando” para ello (¡detrás de nosotros el diluvio!) las fuentes de energía, especialmente las de tipo fósil, de la “madre tierra”, envenenando de esa forma su atmósfera y sus aguas.
Esta encíclica se sitúa en la línea de los “documentos sociales” de los Papas, que tienen más de un siglo de historia, desde León XIII (Rerum Novarum, 1891) hasta Benedicto XVI (Spe Salvi, 2007), con aportaciones de gran valor, como las ofrecidas por Pío XI, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II. Pero, sin perder su conexión con las anteriores, esta nueva encíclica toma un giro sorprendente y nos coloca ante una preocupación y una tarea nueva, ante un problema urgente, que ningún Papa, había destacado hasta el momento: El riesgo de una destrucción cósmica de la vida, motivada y acelerada por una utilización degradante e injusta de la energía terrestre.
Este Papa, que viene casi del Tercer Mundo (de las villas pobres de Buenos Aires), tiene la valentía de exponer algo que otros papas, políticos, economistas y pensadores del Primer Mundo no se habían atrevido a decir, por intereses particulares, comprensibles en un sentido (en línea de libertad), pero contrarios al interés de la humanidad. De esa forma retoma, en una perspectiva práctica nueva, el mejor ideal de la gran Ilustración europea de los siglo XVIII y XIX, que Kant formuló de manera lapidaria en la Crítica de la Razón Práctica: Sólo es verdad aquello que vale (=sirve) para el bien y la vida de cada uno de los hombres y de la humanidad en su conjunto. En esa línea podemos decir que esta encíclica es una crítica de la razón ecológica (una Carta Magna de la Ecología).
1. El “fin” de la modernidad, una economía y ciencia cancerosa
Francisco acepta y valora un tipo de progreso de la modernidad, como hizo Pablo VI (Populorum Progressio, 1967), pero advirtiendo que un tipo de desarrollo industrial y teconcrático, político y económico lleva el germen de su propia destrucción, si es que no humaniza su despliegue y no lo pone (se pone) al servicio de los valores reales de la vida del hombre en la tierra. El poder del hombre es bueno, al servicio de la vida. Pero utilizado sólo para lograr más poder puede llevarnos a la destrucción no sólo de la naturaleza humana, sino de la misma vida del planeta tierra.
Los hombres hemos aumentado nuestro poder de vida, pero también nuestro poder de muerte (cf. Dt 30, 15), si lo ponemos al servicio del mero poder y del dominio de unos sobre otros. Esto nos sitúa ante un pecado que no es meramente “religioso” en el sentido restringido, sino un “pecado social y cósmico”, que puede llevarnos a la destrucción de la vida sobre el mundo, como he puesto de relieve de manera programática en Teodicea (Sígueme, Salamanca 2013), vinculando la existencia de Dios con la vida de los hombres, centrada para nosotros en el planeta tierra .
El Papa valora el progreso de la economía productiva (con el valor de la empresa y el mercado)… pero quiere que se ponga al servicio de la vida concreta de los hombres, vinculada de forma inseparable a la “hermana madre tierra”, condenando para ello, de un modo tajante un tipo de especulación financiera y de ganancia a todo precio, que destruye (como un cáncer implacable) no sólo los bienes reales la tierra (por la polución, el cambio climático, la lucha por el agua…), sino la justicia y la fraternidad entre los hombres.
El Papa condena así una situación en la que “los poderes económicos continúan justificando el actual sistema de economía autónoma, de tipo financiero, en la que priman una especulación y una búsqueda una ganancia “que tienden a ignorar… los efectos que ella produce sobre la dignidad humana y sobre el medio ambiente”, olvidando que “la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas” (núm. 56). En esa línea desenmascara el “mito del progreso” que, puesto al servicio de algunos, pone en riesgo la vida de todos en un planeta tierra de dimensiones limitadas (60, 79).
En ese plano, la crítica de Francisco resulta especialmente dura en contra de “un sistema económico que sigue impulsando, de manera ideológica y aprovechada, los mitos de una modernidad basada en la razón instrumental: el individualismo, progreso indefinido, competencia, consumismo, mercado sin reglas” (210). En contra de eso, el Papa insiste en la necesidad de regular la producción y el mercado, desde una perspectiva igualitaria, de justicia, para bien de todos, no por lucha de clases, ni por exigencias de un tipo de comunismo ya sin influjo real en este tiempo, sino a partir de la misma vida de los hombres en la tierra.
El Papa condena así, de un modo radical, a los “poderes económicos que continúan justificando el actual sistema mundial, donde priman una especulación y una búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los efectos sobre la dignidad humana y el medio ambiente”. A su juicio “la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas”. El Papa añade que muchos no tienen conciencia de realizar acciones inmorales; pero eso se debe al hecho de que “la distracción constante les quita la valentía de advertir el influjo de su conducta en la realidad de un mundo limitado y finito”. Por eso, hoy «cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta” (cf. num. 56).
2. Necesidad de una nueva política que no sea esclava de la economía capitalista

El Papa valora la acción social al servicio del ser humano y la juzga necesaria… pero condena de forma tajante su “dejación” actual, que es el gran pecado de una parte de la política actual, que está abandonando el bien de los hombres concretos y la fraternidad de los pueblos, para ponerse al servicio de una economía impersonal (financiera) y de un ejercicio de poder que se torna valioso en sí mismo (poder por el poder), no al servicio de los hombres. Esa política ha dejado de temer un fin social al servicio del hombre, y se ha hecho esclava del puro poder de algunos.
En este contexto, quizá por vez primera en un documento social de este tipo, después de cien años de condena del marxismo (y de un tipo de capitalismo), el Papa deja a un lado la oposición ya puramente retórica Comunismo de estado y Capitalismo liberal, para situarse en un nivel previo y más valioso, de defensa real de los hombres y mujeres concretos, reales, por encima de la tecnocracia y el progreso material, sobre una “madre tierra” de la que formamos parte.
De manera consecuente, el Papa ha condenado una extracción y utilización egoísta de los “combustibles fósiles”, al servicio de unos poderes políticos y económicos, actualmente aliados, que, avanzando en esa línea, terminarán envenenando la atmósfera y reduciendo las posibilidades de vida de la madre tierra (165). En ese contexto, él se atreve a condenar la actitud de muchos políticos actuales, que se han hecho esclavos de los poderes económicos, y así mienten a las poblaciones (como en la Conferencia de Río, 2012), defendiendo los intereses de un tipo de capital, en contra de las personas concretas, pues “como siempre, el hilo se corta por lo más débil” (170).
Por eso, sigue diciendo el Papa: “La política no debe someterse a la economía y ésta no debe someterse a los dictámenes y al paradigma eficientista de la tecnocracia. Hoy, pensando en el bien común, necesitamos imperiosamente que la política y la economía, en diálogo, se coloquen decididamente al servicio de la vida, especialmente de la vida humana. La salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población, sin la firme decisión de revisar y reformar el entero sistema, reafirma un dominio absoluto de las finanzas que no tiene futuro y que sólo podrá generar nuevas crisis después de una larga, costosa y aparente curación” (189).
Eso significa que sin la “renuncia” de algunos estamentos “poderosos”, sin un cambio económico de conjunto, la vida del hombre en la tierra se vuelve imposible: “Es insostenible el comportamiento de aquellos que consumen y destruyen más y más, mientras otros todavía no pueden vivir de acuerdo con su dignidad humana. Por eso ha llegado la hora de aceptar cierto decrecimiento en algunas partes del mundo aportando recursos para que se pueda crecer sanamente en otras partes” (193). Lógicamente, para que surjan nuevos modelos de progreso, necesitamos «cambiar el modelo de desarrollo global», lo cual implica reflexionar responsablemente «sobre el sentido de la economía y su finalidad, para corregir sus disfunciones y distorsiones»… Un desarrollo tecnológico y económico que no deja un mundo mejor y una calidad de vida integralmente superior no puede considerarse progreso (194).
3. Ante la tercera revolución
Sobre esos niveles de “crítica” económica y política avanza el pensamiento y propuesta del Papa Francisco, y su fuerte voz puede situarse entre la voz de aquellos que afirman que la humanidad se encuentra ante su riesgo y oportunidad definitiva, ante una tercera ola, ante un tercer reino que puede ser de vida o de muerte, en la línea de la gran propuesta de Dt 30, 15-16: Pongo ante ti la vida y la muerte, el bien y el mal, escoge…
Algunos pensadores “ilustrados” como K. Marx y A. Comte habían insistido en el cambio de “paradigma” de la modernidad, entendido en forma de “giro copernicano”, con el paso de la teoría a la práctica, de la obediencia a la autonomía creadora, que nos ofrecería un tipo de salvación. Hasta ahora habríamos estado al servicio del mundo (para contemplarlo como algo exterior, para someternos a ello); pero ha llegado el tiempo en que los hombre nos hemos vuelto conscientes de nuestro poder, dueños del mundo, de manera que no podemos ya limitarnos a entenderlo, sino que debemos debemos cambiarlo y configurarlo a nuestra imagen (es decir, a nuestro servicio).
El lema de la modernidad sería “atrévete”, no sólo a saber (sapere aude), sino a dominar el mundo técnico, político y económico. Es como si nos dijeran: Atrévete a cambiar las cosas, dominando todo lo que puedas, en un plano racional y moral, político y económico... Atrévete, sin más, en el plano del átomo y la bomba, la combustión de carburantes fósiles y la especulación financiera, con plena libertad, sin cuidarte de la vida de los otros, ni del futuro de la humanidad, pues tu libertad está por encima de ellos, y todo avance es bueno.
Ese principio, que estaba latente en un tipo de Ilustración del siglo XVIII-XIX, ha desembarcado en el siglo XX en la economía liberal de los Estados Unidos de América y en el colectivismo (marxista) de otros países, viniendo a dominar sobre la tierra entera hasta expresarse en la economía y política mundial de la actualidad (siglo XXI), de tipo ya puramente liberal y capitalista, empeñada en el dominio ilimitado del hombre sobre el mundo, en línea de progreso creciente (en línea de producción) y de consumo mayor de energía.
Pues bien, el “desarrollo” consecuente de ese principio nos ha llevado hasta un muro sin salida: Hemos logrado mucho dominio sobre el mundo, hemos amasado y amontonado un gran capital financiero, pero podemos envenenar las fuentes de vida de la tierra, igual que la fraternidad entre los hombres. Hemos creído que éramos eternos y que nuestro poder era “divino” en un plano material, pero olvidando que la tierra es limitada, que de ella venimos y en ella somos, de manera que si la destruimos nos destruimos a nosotros mismos.
4. Una ecología integral
Ante esa situación, con la autoridad ética que le concede el ser representante de la iglesia Católica, y miembro de un país como Argentina, esclavizado por fuertes disensiones económicas, volviendo a las raíces de la experiencia bíblica y de la Palabra de Jesús, el Papa Francisco se atreve a dirigir a todo el mundo (no sólo a los cristianos) su palabra de juicio y su exigencia de cambio, para que el mundo de los hombres pueda ser espacio y tiempo de celebración gozosa.
De esa forma se sitúa y nos sitúa ante una “tercera revolución”, pero no en una línea de tecnocracia, de puro desarrollo científico o de acumulación de capital, sino de respeto a la vida, de justicia social y de gozo en el mundo. Superado el largo tiempo en que los hombres se hallaban dominados por la tierra (antigüedad), y los dos siglos de desarrollo imparable de una modernidad dominadora (XVIII-XX) en que los hombres han querido estrujar y manejar la tierra con su tecnocracia extractiva (uso de combustibles fósiles), al servicio de una economía financiera ideologizada (al servicio de unos pocos), tiene que llegar la tercera etapa de una política nueva, al servicio de los hombres y los pueblos como tales (cf. 196), una política que se ponga al servicio real de todos (197), reconociendo errores pasados y procurando el bien de los hombres concretos, en especial de los más débiles (198).
Francisco valora, evidentemente, la religión y el pensamiento, citando no sólo a maestros cristianos como Francisco de Asís y Juan de la Cruz (con R. Guardini, y otros pensadores protestantes y ortodoxos), sino a musulmanes (cf. el sufí Ali Al-Kawwas), pero no separa el “cielo” de la tierra (como a veces se ha dicho, no sólo desde el marxismo, sino también el liberalismo económico). Así dice que la mayor fidelidad al Cielo (que se identifica con Dios) resulta inseparable de la fidelidad a la tierra (que es revelación de Dios), con indicaremos con dos observaciones conclusivas:
‒ El Papa Francisco tiene una visión de fondo apocalíptico, en el sentido fuerte de la palabra. A su juicio, la misma vida del hombre en el mundo está en peligro: La atmósfera se sigue envenenando y aumenta la temperatura de los mares, mientras las negociaciones de los poderes políticos (estados) fracasan en las cumbres mundiales, sometidos al dictado de una economía injusta (54), y de esa manera crece la degradación ambiental y la opresión humana (56). Estamos ante el riesgo de nueva guerras ecológicas: “Es previsible que, ante el agotamiento de algunos recursos, se vaya creando un escenario favorable para nuevas guerras, disfrazadas detrás de nobles reivindicaciones” (57). Y mientras tanto crece “una ecología superficial o aparente que consolida un cierto adormecimiento y una alegre irresponsabilidad” (59).
‒ Pero más fuerte que ese tono negativo es su esperanza. El Papa Francisco cree en el valor positivo de la vida de los hombres, capaces de superar el riesgo de la destrucción. En esa línea sorprende su esfuerzo por superar toda retórica (de un lado o del otro) y toda ideología, poniéndose al servicio de la justicia social, del reconocimiento mutuo y del despliegue de los valores más hondos, sabiendo que formamos parte de la Vida de la Tierra, que es presencia y revelación de Dios. Por eso, su encíclica nos alegra a muchos que, desde un punto de vista religioso o no, valoramos ante todo al hombre y buscamos la justicia en la verdad, a través del amor a los más débiles, dentro de una tierra que consideramos.
Así nos anima el Papa Francisco, impulsándonos a vivir y comprometernos en la línea de una política y de una economía distinta de la actual… Ciertamente, su propuesta podrá doler a muchos representantes de un sistema económico/político, que quieren mantener por encima de todo su “libertad” de producción, sin preocuparse de la justicia social y de la fraternidad de todos los hombres de la tierra (no sólo de los de su país), ni de los daños que pueden ocasionar en ella. Pero esta encíclica ofrecerá una alegría aún mayor, si cabe, a los que creen (creemos) en los seres humanos concretos, por encima de toda ideología.
2. RIESGO TECNOCRÁTICO. EL RIESGO DE LA SUPERVIVENCIA
1. Punto de partida. Tecnocracia y poder del dinero
Ha cambiado el paradigma. Antes dominaba el mundo sobre el hombre, con los riesgos que ello suponía, pero también con sus valores, de forma que podía decirse, con B. Espinosa Deus, sive natura, “Dios, es decir, la naturaleza”. Pero en los últimos siglos se ha podido decir que el verdadero Dios es el “poder del hombre”, de manera que hemos entrado en la era de la tecno-cracia. El poder real ya no lo tiene Dios (teo-cracia), pues vivimos como si Dios no existiera. Tampoco lo tiene de verdad del pueblo (demo-cracia), pues el pueblo verdadero sigue estando manejado por los poderes fácticos de la producción y del dinero.
Ciertamente, en un sentido nos hallamos ante lo que Jesús llamó el poder de la “mamona”, entendida como lo contrario a Dios (mamona-cracia), esto es, ante el poder del capital. Pero, en sentido bíblico, el dinero es un ídolo porque es algo creado por el hombre (una obra de las manos humanas). En esa línea, el capital-dinero puede y debe vincularse (se vincula) al poder técnico de las cosas que el hombre produce. En esa línea se viene hablando desde hace varias décadas de la nueva trilogía satánica (por comparación con la de Ap 13-17: poder militar, ideológico y económico) formada por la empresa, el capital y el comercio:
‒ El primer “dios” es la empresa, aquello que el hombre produce, como bien de consumo. Ciertamente, el poder productor de la empresa es bueno, al servicio de la vida. Pero la Biblia sabe que el hombre se ha hecho esclavo de las cosas que él hace. En los últimos siglos, la empresa ha crecido, el hombre se ha hecho capaz de producir muchísimos bienes, que al final, si no están al servicio de su propia vida, le terminan destruyendo (o destruyendo la vida del planeta).
‒ El segundo “dios” es el capital, esto es, el dinero, convertido en signo de todo aquello que el hombre produce. En sí mismo, el capital no existe, no tiene entidad (no alimenta, no cura, no enamora…), pero el hombre lo ha creado como signo de sus posesiones y de sus producciones, convirtiéndolo en “dios” al que se somete y con el que puede hacer muchas cosas, especialmente producir y comprar y vender.
‒ El tercer “dios” es el mercado, esto es, la capacidad de venderlo, comprarlo y cambiarlo todo, para así tener y tener (en forma de capital concretizado en cosas), para así volver a producir, sobre un mundo convertido en puro objeto de dominio y de consumo, que podemos utilizar y destruir a nuestro antojo.
Ésta es la nueva situación del mundo, bajo el dominio de esta tríada convertida en el ídolo fuerte de la vida humana. No han cambiado unos pequeños detalles, sino nuestra forma de estar en el mundo. El proceso se inició de alguna forma con el neolítico y se acentuó en el "tiempo eje", con el descubrimiento de las grandes antropologías religiosas y sociales, entre el siglo VI y IV a. C., desde China hasta Grecia e Israel (como indicaba el Génesis, del que hemos tratado en el capítulo anterior). Pero sólo ha culminado, se ha agudizado y ha estallado con despliegue y crisis actual de la modernidad, que se ha iniciado en Europa (siglo XVIII) y se ha extendido al mundo entero.
‒ Ha cambiado el tiempo (el kairos). Ya no estamos en una época cosmológica y sagrada, en la que, en principio, se creía que el orden del mundo y de la sociedad era signo directo de Dios. Hemos pasado por la modernidad y en ella hemos querido crear y hemos creado un modelo de mundo a nuestra imagen y semejanza, como demiurgos o pequeños dioses, cumpliendo ya de un modo consecuente aquello que Eva había pretendido en el principio: hacerse dueña de las fuentes de la vida (del mundo y sus recursos, del proceso genético y de sus consecuencias).
Hemos recorrido un largo trecho, nos hemos vuelto modernos, descubriendo al final que ese intento, sin duda fascinante a la vez que irreversible de producir y dominar sobre el mundo, ha resultado peligroso: corremos el riesgo de destruirnos a nosotros mismos, de manera que al fin del camino encontramos la muerte (como había dicho Dios a los primeros hombres, si comían del árbol prohibido de la ciencia del bien y del mal: Gen 2-3).
‒ Debe cambiar nuestra actitud en un plano cósmico, personal y social. Hemos encontrado unos límites que no podemos atravesar: si queremos seguir viviendo no podemos construir y manejar bombas atómicas, ni manipular sin más la vida, ni propiciar condiciones sociales explosivas... En este contexto queremos hablar del despliegue de una actitud pos-moderna (no premoderna), como para indicar que es necesario cambiar el rumbo de lo que ha sido nuestra modernidad, no para volver a lo que fueron los planteamientos de la Biblia, pero sí para dejarnos iluminar por ella. Los temas ecológicos, que antes parecían secundarios o colaterales, han pasado al centro de nuestra conciencia.
La mayor parte de los hombres y mujeres de nuestro tiempo se sienten conscientes de la amenaza de destrucción que lleva en sí nuestro sistema económico social, nuestras formas de entender y desplegar la vida en un contexto de capitalismo. Antes, los problemas estaban más localizados: eran de un lugar, de un grupo humano. Ahora sabemos que ellos pertenecen al conjunto de la humanidad. De esa manera, la ecología nos sitúa ante la vida del planeta tierra, dentro de un universo que parece siempre desbordarnos.
La ecología tiene una dimensión cósmica, pero con raíces teológica y humanas, como han sabido las religiones y culturas antiguas. (1) Por eso, la ecología pertenece al despliegue de Dios, pues el mundo es su revelación y presencia. (2) Pero, al mismo tiempo, la ecología es la expresión del cuidado (o descuido e injusticia) del hombre, que debe ocuparse del orden del mundo, al menos en este pequeño nivel de corteza terrestre en que vivimos. Lógicamente, la ecología nos pertenece (es nuestra responsabilidad), pero, al mismo tiempo, nos desborda (forma parte de la creación de Dios). En esto se distinguen nuestra cultura de la antigua, conforme a una famosa sentencia de Marx, que recoge el giro copernicano de Kant: “hasta ahora los hombres han querido comprender el mundo; ahora deben cambiarlo”.
- En otro tiempo, los hombres girábamos en torno a la naturaleza que se elevaba ante nosotros hecha y terminada, de manera que debíamos limitarnos a conocerla, ajustándonos a sus ritmos. El hombre estaba inmerso en un mundo exterior fijo y terminado y no lo podía cambiar. Las cosas eran como eran: formaban como una "bóveda" o gran círculo perfecto donde los hombres se limitaban a residir de un modo pasivo. No podía haber ecología activa.
- Ahora, ya no somos unos simples receptores que recogen con su "entendimiento paciente" la verdad del mundo externo (como se ha dicho desde Aristóteles hasta Averroes y Santo Tomás), sino que debemos transformar el mismo mundo con nuestro pensamiento (Kant) y obra (Marx). Por eso, la ecología empieza a ser una tarea de los hombres.

Los hombres son responsables de su entorno cósmico, pues la tierra y sus materias primas les pertenecen. Pero, al mismo tiempo, siguen sabiendo que la tierra es don precioso, un tesoro que desborda todas sus tareas: el mundo es un regalo, no lo hemos hecho nosotros, no nos pertenece, sino que nos precede y fundamenta, con su bondad y sus riesgos. Esta postura va en contra de una interpretación gnóstica de la religión, que interpreta el mundo como cárcel donde nos encadenaron (Platón), como valle de lágrimas o de sufrimiento (Salve cristiana), como apariencia o maya sin realidad (ciertas formas de hinduismo). Nosotros afirmamos la realidad del mundo que es bueno en sí, como expresión de Dios y lugar de riesgo y belleza que debemos aceptar, respetar y mejorar al servicio de la vida del conjunto de la humanidad. En ese sentido, la ecología concibe el mundo como oikos o casa para los hombres; no se ocupa del mundo "en sí", sino en cuanto es bueno para aquellos que lo miran (Dios, los hombres). Nosotros somos, por tanto, el sujeto del mundo (sigue)

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